Estábamos en el lugar más aislado de la isla más lejana. El corazón de la isla de Socotra es una gigantesca grieta, una cicatriz del suelo yermo donde sólo pueden vivir cabras y buitres.
Con ellos convivimos un par de días acampando sobre el borde de ese abismo, que por la tarde se tragaba el sol, y al amanecer nos devolvía nubes rosadas mientras calentábamos la garganta con té.
En lo profundo, pequeños oasis con charcos de aguas ágiles y grandes rocas que cortaban el paso y permitían echarse después de nadar. En lo alto de la grieta, sobre ambos labios de esa boca reseca, un bosque disperso de grandes dragos que dan la única sombra posible.
Y en esa sombra, los buitres. La tierra y el aire calientes se desprenden fácil de lo débil. Y ellos están allí, esperando la ocasión.
Miento. En esta tierra bella y dura, no sólo viven cabras y buitres. Con ellos, junto a ellos, viven hombres enjutos y mujeres envueltas en colores. Y niños. Ojos de asombro. Dientes de marfil. Niños.
Paramos a hacer fotos. Habíamos pasado por unas pocas casas dispersas entre la tierra pedregosa. Parecían abandonadas, adobe y troncos.
Y de pronto a nuestra espalda aparecieron cuatro, cinco, seis niños. Miraban desde la distancia como con cierta vergüenza para acercarse a ofrecer una bolsitas con pigmentos parecidos a la henna. Serios, de mirada profunda. Ellas envueltas en colores y descalzas. Él, calzando las únicas sandalias.
Se movían ágilmente por el borde del acantilado, con esa seguridad infantil y todopoderosa que a las madres nos paraliza el corazón.
Mientras el grupo se dedicaba a disparar cientos de fotos desde el borde del abismo, mi madera de madre curiosa me llevó a ellos. A intentar comunicarnos. El juego, idioma universal de la niñez, sería nuestro lugar de encuentro. Y como pequeños bebés, nos inventamos nuevos y sempiternos movimientos de manos. Qué linda manito que tengo yo… Hola… Está? No está?
Y así girando las manos en el aire se me ocurrió jugar a las palmitas. Cho-co, cho-co, la-la, cho-co, cho-co, te-te, chocolá, chocoté, ¡cho-co-la-te! Parece simple, cuando lo has jugado antes. Pero era la primera vez que estos niños veían girar las manos y chocar las palmas, con este ritmo raro.
Empezamos con una ronda, todos arremolinados a mi alrededor, mirando y tocando suavemente mis palmas pálidas, imitando, comenzando a reír. Curiosos, mostraban las suyas para que yo les estampara a un ¡chas! con las mías. Y a cada ¡chas!, una carcajada general. Y así seguimos un buen rato.
Al borde del abismo, muy cerca de buitres y cabras jugando entre niños.
Fotos del viaje a Socotra en mi Flickr. Y gracias a Ángel Bermejo, que me sacó una de éstas en ese momento compartido.
1 Comentario
Una experiencia preciosa!