La Reserva Natural de Punta Tombo, en la provincia de Chubut de la Patagonia argentina, es una playa pedregosa bañada por el Océano Atlántico, tiene tres kilómetros de largo, casi lo mismo que mide una pista de aterrizaje. En esta “pista”, los pasajeros no llegan por aire, sino por mar, vienen siempre del norte, desde Brasil y Uruguay, nadando hasta 170 kilómetros en un día y viajando al mismo ritmo día y noche.
Cada año esta reserva se convierte en el hogar de más de un millón de pingüinos de Magallanes, es la mayor reunión de esta especie en aguas continentales en todo el mundo. Por la magnitud de esta colonia de pingüinos se ha convertido en la más investigada de esta especie. Punta Tombo es un área natural protegida que cuenta con guardafaunas y con centros de investigación de Argentina y otros países, éstos se encargan de monitorear a los pingüinos para controlar el comportamiento, la evolución, la salud, las consecuencias del cambio climático y la influencia de la presencia de turistas en su hábitat.
En mi viaje a Argentina, volé de Buenos Aires hacia el aeropuerto de Trelew, viajé en bus hasta Puerto Madryn y luego en una excursión guiada hasta Punta Tombo para hacer una caminata con pingüinos. Lo que no imaginaba es que se podía, literalmente, caminar con ellos, los tenía tan cerca que quería ir a su ritmo y hasta tocarlos o sentarme a su lado mientras cuidaban sus nidos. Por supuesto, está controlado el acercamiento a una distancia prudencial y existen unas pasarelas por donde se puede caminar, pero era muy usual que los pingüinos se adueñaran de esos senderos como turistas en su propio hogar.
Unos pocos minutos después de entrar a la reserva había un grupo de tres pingüinos, iban justo a mi lado unos con actitud sociable y otro más indiferente. Seguí caminando y mirando entre los arbustos vi las parejas con gestos amorosos acicalándose entre ellos, a uno de los padres cuidando de sus hijos, otros que parecían grupos de amigos en un encuentro casual. Avancé un poco más y bajo las pasarelas que hacen una especie de puente para proteger los nidos, había grupos de 15 ó 20 pingüinos ocultándose del sol, quizás descansando un poco antes de continuar su viaje para proveer de comida a sus familias. Se asomaban curiosos y ponían su mejor ángulo para la cámara.
Toda la reserva tiene un paisaje repleto de piedras, poblado de arbustos y de nidos cavados en la arena imposibles de contar a simple vista. Por momentos, me quedaba fija en un sitio, mirando hacia todas las direcciones, luchando con el viento incesante que me vapuleaba y me nublaba la vista. Cuando la corriente de aire daba tregua, podía admirar a decenas de pingüinos que caminaban hacia el mar y otros cientos en la orilla preparados para buscar alimento, otros tantos de vuelta con el sustento para su pareja y sus hijos, acompañados por guanacos o ñandúes que también conviven con las aves en estas tierras repletas de vida.
Este espectáculo comienza en el mes de septiembre cuando las parejas llegan y empiezan a ubicarse en sus nidos, el mismo cada año, es algo así como su casa de veraneo. Entre octubre y noviembre, las hembras ponen los huevos y se van turnando las parejas para buscar alimento en el mar, mientras el otro se queda cuidando los huevos por los ataques de los depredadores. En los meses de diciembre, enero y febrero ya han nacido los polluelos y son criados por ambos padres. Durante marzo y abril, los pingüinos mudan su plumaje preparándose para el viaje migratorio que comienza de nuevo durante la primavera.
Hice esta caminata con pingüinos a mediados de diciembre y para mi los meses de verano en el hemisferio sur son los mejores para visitar Punta Tombo. Aparte de lo obvio, porque empieza el buen tiempo y porque crecí en un país caribeño donde es verano todo el año, la razón principal para ir en esta época es porque comienza la temporada de nacimiento y crianza de los polluelos. Pude verlos guarecidos en sus nidos, con sus plumas de color grisáceo, indefensos y conmovedores con toda su inocencia porque aún no han aprendido a nadar ni alimentarse por sí mismos. Es una expresión de la naturaleza en su estado más puro.
Ana Varela: “Viajera de oficio por vocación, pasión y decisión. Venezolana de nacimiento, radicada en Europa. Los viajes comenzaron como vía de escape, se convirtieron en mi pasión y ahora mi estilo de vida. Formación profesional en marketing y periodismo de viajes motivada por el interés en la diversidad cultural de cada país, por el deseo de ir a cada lugar que me atrae, por la afición a la fotografía, por el deseo de contar las historias detrás de los pueblos, sus costumbres culinarias y las huellas del cambio y de la evolución.”
Colabora en Viaje con escalas y escribe en su blog Ana Varela, un blog para viajeras
¡Gracias Ana!
Las fotos son de Ana Varela.
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