Cada vez que veo un tren, evoco algún tramo hecho por algún lugar del mundo. Es que me encantan los trenes, su viajar lento, la posibilidad de observar con detenimiento, cruzar ciudades, asomarse a paisajes que puedes ver a tu escala y no desde la perspectiva aérea que desdibuja casi todo menos las grandes diferencias geográficas.
La primera vez que entré a Italia fue por Venecia, pocos días antes de que cayera el Muro de Berlín. Lo hice en un tren cargado de trabajadores croatas que volvían a su país después de haber hecho la vendimia francesa. Vagones llenos de hombres enormes, acostumbrados al trabajo en el campo, que volvían a un país a punto de desintegrarse: Yugoslavia.
Eran tiempos de trenes lentos, en los que había que presentar el pasaporte cada vez que cruzabas una frontera dentro de Europa. En los que cargabas con francos franceses, suizos o liras en los bolsillos. Nos tocaba llegar a Venecia con uno de los trenes de Italia que mas tráfico tenía por entonces.
Habíamos llegado a Lausanne desde París, donde subimos a un TGV que era uno de los trenes más maravillosos del mundo del momento: ¡Grande Vitesse! No sólo para un viajero argentino que ya para entonces teníamos un parque ferroviario en ruinas, sino para casi cualquier viajero del mundo.
¡Vaya viaje! Desde la Ciudad Luz en uno de los trenes mas modernos que existían en aquel invierno de 1989. Pasar la noche en la sala de espera en la Estación de Lausanne, apiñados junto a otra pareja comiendo naranjas y esperando el primer tren del día. Y ver que el que nos tocaba, lento y cargado de jornaleros, nos ofrecía un par de asientos en un compartimento de 8. Como sardinas.
Así cruzamos de Suiza a Italia, y los oficiales de Migración y Aduanas no dejaron bajar a la estación a los croatas (“yugoslavos”, según sus pasaportes raídos) que querían estirar las piernas. El temor a la “deserción” era palpable, a que decidieran quedarse en territorio italiano. No había ni un atisbo a “sentimiento europeo”. La libre circulación era una quimera. El trato despectivo, notorio. Fue un momento en el que mi pasaporte argentino de entonces no pareció tan “apestado” como en otras fronteras.
Llegar a la italiana, aún de noche, la nieve fuera, y estirar tu pasaporte para que escudriñaran tu cara y cada página para que finalmente te estamparan un sello.
¡Bienvenidos a Italia!
Nota: Por supuesto que de aquel viaje (y de tantos otros) no hay fotos digitales. Y las que hay están guardadas en un cajón a 10.000 kilómetros de donde estoy hoy. Sin embargo, encontré esta foto de vintagedept, que define un poco el espíritu de aquel viaje a Venecia en tren.
Inspirada en esa experiencia, publiqué hoy también en Diario del Viajero un post que puede ayudar a quienes quieran hoy recorrer Italia en tren.
2 Comentarios
bonitas experiencias… menos mal que hoy en día es todo más fácil!
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